Por una japonesita

Al tipo le encantaba rascarse la oreja. Por dentro. Como a mi maestro de segundo año escolar en los franciscanos -parecido, idéntico ¡bah!, a Alfred Hitchcock- quien habitualmente dictaba clases hurgándose con la lapicera. Pero regresemos a nuestro personaje, un simple funcionario estatal, que cayó en el vicio cuando viera por primera vez en la tevé aquella famosa y simpática publicidad de “cotonettes”, la misma que le llevara al paroxismo de introducirse elementos variopintos y progresivamente más contundentes: llaves, cuchillos, lápices, biromes… Adoraba escarbarse y lo disfrutaba orgiásticamente, suspiraba entrecerrando los ojos y casi podría decirse –permiso señora- que experimentaba un orgasmo sensorial: tan lujuriosa y soñadora resultaba su expresión. Sentía verdadero placer al explorarse los recovecos del oído, y cosquillearse sus curvas y pelillos internos, mientras un friíto le regaba el cráneo por dentro haciendo aflorar por sus narinas y lagrimales algo similar a una brisa sutil. Hasta que un día, la lapicerita dorada, y adorada, que usaba como herramienta, cortita -apenas cinco centímetros de longitud, pluma incluida- , una curiosidad que le regalara una compañera que estuvo de viaje por allá, con figura de japonesita, se le resbaló y siguió oreja adentro. ¡Blóouuup!  Íntegramente.                                                         

Sorprendido intentó pellizcarla con los dedos; pero no hubo caso, ni siquiera llegaba a rozar la pequeña plumilla: estaba demasiado incrustada. Como no sentía dolor alguno apenas llegó a su casa probó con una pinza de cejas, ayudado inclusive por su mujer, y siguió maniobrando, pero en vano; se había alojado tan profundamente que allí quedó. Hasta que consultaron al otorrinolaringólogo (ORL) y la radiografía de rigor confirmó la sospecha; la japonesita emplumada había rebasado el límite del tímpano quedando cómodamente acantonada dentro del cerebro. También el ORL detectó que nuestra víctima mostraba cierta anomalía genética; su conducto auditivo era recto, no sinuoso como en la mayoría de los mortales.

El tipo seguía preocupado, aunque no sentía dolor alguno, y  según el especialista, esa era una buena señal, prueba indudable que el utensilio no había ocasionado daños, y por tanto descartó de plano cualquier lesión interna, incluso del aparato auditivo ya que el audiograma había resultado impecable. Le sugirió, eso sí, que durante unos días se acostara del mismo lado por donde había penetrado el objeto; porque de repente, quien le dice, a la japonesita se le daba por descender naturalmente. Sugerencia de brillante academicismo que también hubiera brindado doña Beba, la cocinera, y gratis. Sin embargo, transcurrido un tiempo prudencial sin novedades, nuestro paciente y amigo, consultó con el cirujano quien le aconsejó que interviniéndose eliminaría el problema inmediatamente. ¡Clavado! ¿Qué va aconsejar un cirujano? -pensó el tipo-, y le contestó que ni loco se abriría la azotea por algo que ni siquiera le molestaba. Al otro día pidió licencia médica, compró tres cuadernolas, media docena de bolígrafos y así, de improviso, se puso a escribir: algo que había ido postergando reiteradamente. Sí, lo había pensado, pero para después de jubilarse porque recién andaba pisando los cincuenta, entonces se preguntó… ¿a qué esperar otros diez? Y arrancó.

Al principio garabateaba dudas y temores, pero luego, con un entusiasmo creciente, comenzó a registrar recuerdos de su infancia, anécdotas de familia, propias o ajenas, hasta que transcurrido un año, aun autodidacta y consciente de no dominar el oficio, se animó a escribir seriamente. Más sus escritos le resultaban harto rudimentarios, dejaban mucho que desear, y reconoció que carecía de la más elemental formación técnica. Pero no desistió, concurrió a talleres literarios y siguió expresándose. Poseedor de otros fundamentos fue presentándose a cuanto concurso aparecía por el horizonte de las letras.  Al principio y en certámenes de poca monta sólo conseguía menciones, luego terceros y segundos premios en competencias de mayor fuste y, al final, llegaron los primeros premios en eventos de reconocida trayectoria nacional y regional. De cualquier manera, cada tanto se hacía un control, alguna radiografía; pero el asunto seguía incambiado, mal pero bien; sólo constataba que “aquello” -la pertinaz japonesita-, seguía radicada allí formando parte de su existencia. Tanto sus familiares como amigos -en tren jocoso-, atribuían sus logros literarios a la dichosa lapicera, cosa que le disgustó sobremanera y cierto día, abandonando todos sus impedimentos –ordenador en ristre, teclado y Word en mano-, se dedicó a escribir profesionalmente. Días y noches, meses y años. Como resultado de tal esfuerzo y dedicación inevitablemente comenzó a cosechar premios en el ámbito internacional: Rulfo, Casa de las Américas, Cervantes, Príncipe de Asturias… y sólo era una cuestión de tiempo que fuera nominado a la máxima aspiración de cualquier literato y,  por ende, de rebote viajar a Estocolmo para recibir el Nobel.

Fue por esos días cuando volvió a molestarle el oído, el opuesto al de aquella intrusión que cambiara el rumbo a su vida. Quizá, pensaba, los frecuentes cambios de presión durante sus viajes aéreos hubieran alterado la postura del famoso adminículo. Consultó nuevamente, y su médico solicitó una rutina completa -análisis, rayos x, ecografía, etc.- ya que su último chequeo databa de cinco años atrás. Efectivamente. Resultó que la tenaz japonesita todavía permanecía allí; pero invertida. Nadie se explicaba aquel giro horizontal sobre sí misma que la dejara apuntando hacia el otro oído, el que -ahora sí-, le ocasionaba un tremendo escozor y molestias diversas. Desde la época del suceso no había vuelto a rascarse ni introducir cuerpos extraños en sus oídos, no fuera a ser que… (usted  me entiende) convirtiera su cabeza en un basurero. ¿No sería porque estaba durmiendo más sobre ése lado? -preguntó el ilustre académico-, recibiendo una muda puteada y un respetuoso silencio por respuesta.

Desapasionada y cautelosamente comenzó a rascarse de nuevo intentando no extraviar la herramienta idónea para la tarea; al principio fueron escarba dientes, luego ondulines, hasta que más tarde los “cotonettes” acariciaron su revival: eso sí, todos prudentemente  atados con un sedal. Una mañana frente al espejo del botiquín, hurga que te hurga, el algodón se enganchó en un cuerpo extraño –no tan extraño-  produciéndole terribles vibraciones, espeluznantes ondas de alta frecuencia que taladraron su masa encefálica. Mediante una leve intervención el ORL logró extraerle la japonesa, aunque debido a una displicente maniobra la plumilla zafó permaneciendo dentro. Perdida ya su integridad como lapicera la pluma empezó a vagabundear por el cráneo hasta conseguir enquistarse en un tejido blando; pero considerando que el stainless steel no es eterno, era inevitable que acabara por oxidarse. ¿¡Por qué, señor mío!? Porque la garbosa lapicerita había sido fabricada por una filial japonesa; pero en Taiwan. Mire usted si habrá que verificar el made in para evitar traiciones de tal calibre.

Para terminar: como respondiendo a tan funesta bagatela, nuestra víctima desarrolló un perverso tumor que lo condujo definitivamente a la Quinta de los Quietos; pero antes de exhalar el último suspiro, en su lecho mortal, le comunicaron que había sido galardonado con el premio Nobel de Literatura y por unas horas, sintiéndose reconocido y admirado por el mundo todo, fue extraordinariamente feliz. Como sucede con frecuencia, la fama llega a destiempo, y nunca imaginamos en que circunstancia fortuita puede alcanzarnos; en este caso comenzó siendo una adorable y placentera japonesita que acabó transformándose en una insufrible taiwanesa. Encima, trucha y herrumbrosa.

 

Julio Fuentes Barreto © 2011

Acerca de Taller Odiseo

Taller de Escritura Creativa dirigido por el escritor Carlos Mazullo Mottaniz
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